19 de octubre de 2011

Libre

Tenía las manos llenas de tierra cuando él se acercó. Ante su desconcierto, señaló las macetas trasplantadas. "Me ha dado por la jardinería", suspiró levantándose. Le dolían las rodillas; se rascó la mejilla con el antebrazo sintiendo cosquillas en la piel fría.
Sin ni siquiera preguntarle se adentró en la casa, en concreto hacia la cocina de tono melocotón. Se lavó las manos empapándose bien con el jabón, sabiendo que sus ojos estaban clavados en su espalda. Se tomó su tiempo. Oyó el arrastrar de la silla; seguro que habría escogido la de la izquierda, la coja. "¿Un té?". Le contestó poniendo el agua a calentar. Luego esperó. Fingió demorarse escogiendo la tetera (finalmente la de siempre, la de flores rojas), leyendo los nombres escritos en los cartoncitos (aunque también escogería el de siempre, dulce de invierno), contando tres cucharaditas de azúcar, volcándolas en el fondo, viendo como se derramaba en éste.
Sin embargo, cuando empezó a hervir no tuvo más remedio que girarse.
Él la miraba totalmente rendido. Un escalofrío le recorrió la columna. De nuevo aquella sensación tan extraña en la yema de sus dedos, en la punta de su barbilla, en las pestañas, en lo más hondo de las entrañas. Por inercia sacó una lata llena de galletas. No olvidaba cuánto le gustaban las de canela.
Cuando comprobó que él no tenía intención de marcharse, la invadió el terror. Reunió fuerzas, se sentó en la mesita redonda y lento, muy lentamente, dejó caer el té en la tacita, acompañada del sonido del agua contra el agua. No había derramado ni una sola gota.
Le acercó la taza deslizándola por el hule suavemente. Tras ello, sujetó el asa de la suya y miró su contenido.
- Estás muy diferente.
Su voz la sacó del ensimismamiento. Se limitó a esbozar una mueca.
- Estás muy delgada.
- Como bien. - se sorprendió diciendo - . Tengo un huerto pequeño al otro lado de...
Calló de repente, lo miró. Cogió aire.
- ¿Cómo me has encontrado?
Él se sobresaltó; su expresión se transformó. De repente pareció envejecer, sus ojos se llenaron de desesperación.
- Te he estado buscando durante meses y - la miraba fijamente, ojos pequeños y ennegrecidos -,casi por casualidad, escuchando a unos y otros, llegué aquí. No sé cómo no se me había ocurrido antes. Bueno, en realidad sí lo sé.
Teresa se levantó, dejando la taza de té en la mesa. Él la imitó.
- ¿El campo? Eras amante de lo urbano, siempre lo decías. Jamás habría pensando...no pensé, realmente. Había perdido todo el norte y, sólo eran unas horas más de camino.
- Pasé muchos veranos aquí con mis abuelos. Aprendí tanto...era tan feliz.
Le había dejado acercarse intencionalmente. Lo escuchaba respirar tan cercano a ella como si estuvieran compartiendo un sueño juntos.
- Sigue igual de tranquilo, ya ves - su propia voz le daba seguridad, la aislaba del miedo - , no hay mucho movimiento. Unas cuantas casas, sobre todo viejos y gente de campo. Al principio pensé que creerían que era una bruja. O una mujer de mala vida.
Rió al recordar cómo doña Eulalia la había espiado mientras salía por la noche a fumar y se tendía casi desnuda en la hamaca. Se sentía un poco culpable por haberle dado a la señora aquel disgusto.
Él la abrazó mientras ella relataba cosas triviales que le venían a la mente. También daba paseos por las colinas cercanas. Se había perdido varias veces por los recovecos de los bosques. Quería adoptar un perro; había tenido un pájaro pero se había terminando escapando. Nunca le había cerrado la jaula. Era de esperarse.
Cogió sus manos grandes y vio como sus pequeñas manitas desaparecían bajo éstas. Cerró los ojos y besó sus nudillos. Seguía hablando al darse la vuelta. Él lloraba sin gemido. Ella le acarició el rostro pero desvió la vista de sus ojos famélicos. Se dejó besar, tropezando con la encimera cuando dio un paso atrás. Él la besó muchas veces, mordiendo su cuello, comprobando que las pecas de su pecho seguían allí. La desnudó, reconociéndola en la carne blanda, en los huesos salientes, en la blancura de la barriga.
No le había contado que estaba tejiendo una colcha que tenía a medio hacer encima de la cama. Él la tumbó sobre ella y le dio por pensar que el olor a tierra y soledad se quedaría impregnado entre las trenzas. En varios momentos se dejó llevar, Salva era tan tierno, la conocía bien, sabía que en la parte anterior del muslo tenía unas cosquillas tremendas, que trazando círculos en el monte de Venus ella empezaría a derretirse e incluso que debía darle la mano cuando estuviese llegando al orgasmo. Mientras sentía toda su sangre golpeándole el vientre, comenzó a escucharle. Era un lamento tan desgarrador que deseó que todo acabara. "No te vayas otra vez, no te vayas nunca".

Tenía las manos llenas de tierra cuando se alejó. Había desenterrado de nuevo la caja de los sueños. La llevaría consigo a donde fuera. Buscaría un lugar cerca del mar. Hacía mucho que no jugaba a ser sirena, a cantarle a la luna y a salvar naufragios.
Cuando él despertó comprobó que lo había vuelto a hacer. Ya no le quedaban ni lágrimas ni rabia. Estaba tan roto que sólo pedía en todas sus plegarias que, si algún dios se apiadaba de él, le concediera sólo un deseo: ser capaz de dejarla libre.

1 comentario:

Tesa Medina dijo...

El sólo miedo a comprometerse, a no ser capaz de decir que no alguna vez, a dejar de ser ella para ser sólo nosotros...

Existen hombres que saben amar a las mujeres que necesitan sentirse libres, además de serlo, ella lo encontrará.


Lorena, gracias por pasarte y dejar yu huella en "el almacén".

Me ha gustado mucho tu manera de narrar, muy fresca.

Un beso,