8 de diciembre de 2009

Helada

Esta ciudad fría me hace olvidarte. Te preguntarás cómo odiando el frío como lo odio, he terminado aquí. Si te digo la verdad, yo tampoco lo sé muy bien. Si te miento, quiero enamorarme del viento gélido que recorre las calles mojadas de esta ciudad fantasma, que vive sumida en una eterna noche.
Llegué sin conocer bien el idioma, lo suficiente para sobrevivir. No pongo mucho de mi parte para aprender, tampoco hay gente que merezca la pena para que lo intente. Los pocos necios que osan desafiar a este tiempo inclemente, van corriendo de un lado para otro. Saliendo de una tienda, entrando a otra rápidamente, como si ese breve intervalo de tiempo fuera del abrazo de la calefacción, fuese un motivo de suficiente peso para volcarse en el consumismo de nuevo. Hay muchos puentes por aquí, puentes largos que borran las distancias entre dos zonas paralelas, rotas por un ancho río cargado de agua. Los locos se arrastran debajo de los puentes, mezclándose con las luces azules y amarillentas de las farolas. Sus sombras son las habitantes perpetuas de las paredes llenas de eco que quedan bajo los pies de los paseantes. Ellos y algunos desviados más, son los amantes de este frío polar. Los que sonríen bajo la lluvia lagrimal que cae a cada rato.
Desde mi habitación se ve una extensa avenida, siempre solitaria. Hace unas semanas nevó con abundancia y se coloreó por completo de un blanco que hacía daño a la vista. Las persianas y las cortinas parecen estar prohibidas en las casas, así que era imposible no ver, hasta en sueños, el resplandor plateado de la nieve en el cristal. El reflejo me llevó al insomnio. En pijama recorrí los pocos metros del cuarto, para acabar en el quicio del ventanal, observando el camino. A pesar de que la gente lo había manchado con sus huellas, el blanco permanecía. Dibujé en el vaho del cristal, hasta que quedó surcado de líneas entrelazadas.
Hasta la mañana siguiente, no pensé. Lo había tomado por costumbre. Me levantaba, me vestía, desayunaba algo, cogía el metro, iba al trabajo, tomaba el lunch, volvía a trabajar, terminaba el turno, cogía el metro, compraba algo de cenar, regresaba a casa, ponía la calefacción, me duchaba, cenaba y o leía o veía alguna película. Después dormía, para volver a iniciar el ciclo.
Aquel día paré en el chino para comprar unos noodles. El chico que me atendió estaba soportando una bronca de una chica, quien gesticulaba alterada a sus espaldas. Él le hablaba con dulzura, mientras ella seguía dando vueltas, con gesto molesto. Inventé las palabras desconocidas que se decían. Inventé las frases de perdón y comprensión, mientras mis botas se llenaban de la nieve de la avenida. Imaginé cómo sus ojos rasgados se miraban mientras abría el portal y manchaba la moqueta. Recreé sus siluetas entre los vapores de la cocina, a la vez que ponía el calefactor a tope. Esperé a que sus labios se rozaran, sus corazones se dispararan, mientras la ducha disparaba el agua. Y lloré al darme cuenta de que, cuando cerraran aquel cuchitril, subirían a un piso parecido al mío, se quitarían la ropa y lo olvidarían todo fundidos en el cuerpo del otro.
Esa noche tampoco pude dormir. La pareja china me robó el sueño. No dibujé nada en la ventana, simplemente contemplé la calle, intentando que mi respiración no la empañara demasiado.
Me dolían los ojos y la garganta al día siguiente. Ya era una más en el vagón lleno de soledades encontradas. Te odié, tanto como al frío que helaba mis manos, burlándose de los guantes que llevaba puestos. Ni siquiera colocar la ropa en las estanterías, de forma automática, me impidió pensar en ti. Te odié, por aparecer, tan tarde, a destiempo.
Esa noche rompí la rutina, me puse unos vaqueros y una camisa, me solté el pelo y fui con algunas chicas del trabajo a una cervecería cercana. No me molesté en integrarme en su conversación. Escuché hasta que me cansé de esforzarme por comprender. Después fui a la barra por otra cerveza, encontrándome con unos ojos claros, unas manos grandes y una voz que me decía David con una sonrisa.
Sus labios y su lengua estaban calientes, al contraste con mi boca fría e insípida. Me acarició por debajo de la ropa, notando como, a pesar de la temperatura del local, yo estaba fría. Me susurró que si quería ir a su casa y yo asentí. La ventana de su habitación daba de lleno al río, surcado, como no, por un largo puente que se veía de color rojo a esas horas. Me desnudó con ternura, besó mi vientre y acarició mis piernas. Su pecho estaba ardiendo, su piel parecía quemar la mía. "Are you ok?", me dijo entre jadeos. Yo gemí por toda respuesta.
Dormimos abrazados y por la mañana, le dije que quería seguir viéndole. Él sonrió, volvimos a hacer el amor y regresé a casa. Al llegar, cambié las sábanas y lavé algo de ropa. Bajé al super, compré pan, mantequilla y café. Cuando sentí que iba a volver a pensar, llamé a David. Cenamos juntos. El resto de la noche estuvimos en la cama. Pasé allí el sábado y el domingo, sin pensar.
Durante la semana, todo fue más o menos normal. Le veía de vez en cuando. Me ayudaba con la pronunciación, nos reíamos. Fuimos al cine a ver una película de risa, que pude entender a grandes rasgos. Pasaban los días. Los fines de semana hacíamos excursiones, a pueblos perdidos en aquella ciudad helada. Cuando ya no podíamos más con el frío, volvíamos a nuestra caverna, volvíamos a desnudarnos, arropados por la calefacción.
Cuando llamé a casa, meses después, mi madre no se lo creía. "¿Te has echado novio? ¡Ay, mi niña! Me alegro tanto...tú lo necesitabas. ¿Y cómo os entendéis?". Lo cierto es que tampoco me importaba. David y yo hablábamos lo justo. Yo lo sabía todo de él. Había nacido en aquella ciudad, había estudiado en la universidad. Trabajaba en un banco, vivía solo. Le encantaba la naturaleza y el deporte. Había tenido un par de novias, pero no habían llegado a nada. Quería viajar a mi ciudad. Me pedía que le hablara de ella. No se creía que allí no hiciese frío, no entendía cómo anochecía tan tarde. Decía que podíamos pasar las navidades allí, si quería. Pero le dije que no. Prefería estar allí. Con él.
Lo cierto es que, poco a poco, me acostumbré a la ciudad. Me acostumbré a esa vida. Me acostumbré a David. A los días cortos, a las noches eternas. Al frío glacial. Al calor artificial.
Una noche, David me propuso que viviéramos juntos. Dije que sí rápidamente. Empaqué mis tres cosas y me instalé con él. Esa noche, David me susurró antes de dormir, I love you. Yo sonreí, porque nunca nadie me lo había dicho, sin embargo, las palabras se negaron a salir del fondo de mi garganta. Y la siguiente noche, y la siguiente.
Todo habría ido muy bien si nunca hubiese abandonado aquella ciudad. Cuando David y yo nos fuimos más al sur, todo cambió. Empecé a recordarte. Volví a verte iluminado por el sol, en una calle atestada de gente. Regresé a aquellos días donde la felicidad no me cabía en el pecho. Toqué mi boca, mi cuerpo. Anhelé el calor de tu cuerpo, alejado de aquel calor de máquina. Te deseé con toda la fuerza que aquel frío me había arrebatado. Necesité tus ojos negros, tu piel morena, tu acento, tu risa. Necesité hacer el amor contigo, sentir tu sudor en mi piel.
"I want to come back". Quiero volver a tener frío. No tener corazón. Que no me queme la rabia, ni el dolor. No sentir, escapar.
David no entendía nada. No sabía por qué lloraba, no entendía por qué sufría. Y yo no sabía decirle, en aquella lengua maldita y desconocida, que yo no podía amarle, que yo no podía sentir, porque por dentro estaba muerta. Como tú.
Le dejé. Volví a aquella ciudad helada. A estar sola. A ser una más en los vagones del metro. A pasear por la avenida llena de nieve. A asomarme a los puentes. A no volver a necesitarte. A no volver a echarte de menos. A no vivir. A esperar que el frío me terminara de convertir en un monstruo, sin calor, sin alma. Una estatua helada, derrotada por el destino, y por la primavera.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ojala alguna vez pueda decir que recordé tu texto, no por el final, sino por la vitalidad del principio.
Crees que los textos son puertas a nuestras almas?

Bss